Vacíos

Vacíos

Hoy, tras unos días de actividad laboral y ocio nocturno intensos he decidido parar. Stop.

Esta mañana he abierto un espacio en mi ajetreada vida. O un tiempo. No sé cuál es la diferencia en este preciso momento desde donde escribo. Seguro que podría haber elegido seguir haciendo muchas cosas de las que habitualmente ocupan mi actividad: responder mails, hacer llamadas, crear y editar un sinfín de documentos en el ordenador, y cosas así. Pero como tengo la suerte de tener un trabajo flexible, mientras tomaba un buen café con leche, me he puesto a leer con calma un artículo de “El País”. Se trataba de un artículo sobre astrofísica. Era bastante extenso para aspirar a su lectura un día laborable sin el riesgo de robarle tiempo a otras tareas, pero era un lujo que estaba dispuesto a concederme. Saborear cada palabra, cada segundo, viajar por el espacio sideral por puro placer de cosmonauta de la imaginación. Y aunque en ese momento no me he dado cuenta, el interés repentino en un asunto espacial –nada habitual en mí- quizás venía explicado por lo sucedido la noche anterior.

Ayer estuve con unos amigos en un concierto de música electrónica. Tras el DJ, una proyección de vídeos en 3D de viajes por el espacio exterior servían de acompañamiento a la música Ambient. En ellos, la cámara avanzaba entre planetas desiertos, cinturones de asteroides y efectos de viajes por el hiperespacio. En cuanto a la música, no tengo ni idea de música electrónica, pero uno de mis colegas, erudito en estos terrenos, la calificó de refinada”. El DJ pinchaba encorvado sobre su Mac, mirando con atención la pantalla a través de sus gafas de pasta enormes. Debíamos ser unas pocas decenas de espectadores, esparcidos en pequeños grupos, como constelaciones, por el suelo de piedra del recinto, un antiguo matadero municipal reconvertido en centro cultural de moda. Sobre nuestras cabezas, el raquítico manto de estrellas cubría la ciudad.

En aquel patio, mientras sentía en mis nalgas como se clavaba el duro suelo del patio, me llamó la atención la ausencia de expresión en el rostro de la mayoría de los presentes. Entre el público creí reconocer a una chica que me resultaba familiar, pero no lograba dar con el sitio donde pertenecía, ni el momento en el que la había conocido. Estaba oscuro, y no sabía hasta que punto mi imaginación completaba sus rasgos acercándolos a los de alguna antigua amante de algún tiempo lejano. Desde luego no de éste, en el que no me comía un rosco. Algunos fumaban, otros bebían cerveza en vasos de plástico de litro. Apenas hablaban. Parecían abducidos por el singular espacio sonoro creado por el músico, que ostentaba el pomposo nombre de DJ Quantik. Creaba los sonidos superponiendo capas y texturas que subía de golpe, vertiginosamente, y cuyo efecto era como el de pequeñas explosiones que tuvieran lugar en los altavoces. Un crítico musical presente describiría luego el sonido en prensa como “…más que pinchar, emitía partículas sonoras que surgían de la nada, de un extraño vacío en el que todos nos metíamos.”

Pero volvamos a la mañana que nos ocupa. En mi casa, frente a la pantalla del ordenador. ¿O no es así, y de algún modo sigo allí, hipnotizado por la música electrónica? Mientras leía, las manecillas del reloj que tengo sobre el quicio de la puerta seguían girando y emitiendo ese sonido que me recordaba a los ritmos electrónicos de la noche anterior. Cada tic-tac era como un acompañamiento musical que me iba metiendo más y más en el artículo. La entrevistada por la periodista de “El País” era una reputada astrofísica de Cambridge que también trabajaba en el CERN, el principal centro de aceleración de partículas europeo. Grosso modo, y sin entrar en detalles del tema en los que desde luego no soy experto, esta mujer a la que llamaremos Emily sostenía que se ha demostrado que el universo está en expansión. Y como está creciendo, las partículas se van alejando las unas de las otras y se generan espacios vacíos, lugares sin gases, ni moléculas, ni nada. Nuestro universo se supone que está repleto de estos espacios. La entrevistada me estaba pareciendo algo depresiva hasta el momento con frases como “El universo terminará en una nada fría y oscura”, que me recordaban al histrionismo depresivo de un Woody Allen en pleno ataque de angustia existencial. Y nada más lejos de la realidad, porque esta mujer de repente continuó apasionadamente su relato espacial diciendo que en estos vacíos, repletos de nada, gracias a la física cuántica podían surgir “como por arte de magia” partículas. Y esto ocurría según Emily por las fluctuaciones cuánticas, que precisamente por ser cuánticas, eran de naturaleza azarosa, y por tanto absolutamente impredecibles. Y entonces estas manifestaciones de energía expandían más si cabe el universo generando a su vez mayores vacíos que alimentaban de nuevo el proceso cíclicamente hasta no se sabe cuales consecuencias. Llegados a ese punto ya no pude continuar, me pareció demasiado para una mañana de viernes.

Así que decidí regresar a la actividad, y me dije “voy a limpiar el baño”, sin duda un último recurso para evitar ponerme con alguna tarea más importante. Entonces, cuando me estaba poniendo los guantes de plástico, sonó el timbre de la calle.

-Perdona, pero soy Rafaela, la vecina del tercero. Se me han olvidado las llaves –escuché a través del interfono.

Cuando abrí la puerta de mi casa pude ver que se trataba de una chica con un piercing en la nariz. Entonces la reconocí. ¡La joven cuya silueta había visto bailando próxima a DJ Quantik!

– ¡Ah, si eres tú! –le dije sorprendido. Nos habíamos cruzado en el portal un mes atrás. En el brazo izquierdo llevaba agarrado un cuadro donde fugazmente alcancé a ver un cielo estrellado mal pintado. Y en su mano izquierda, antes de que pudiera ver qué era, acercó una caja que me aproximó, diciendo – ¿Quieres? -y del interior asomaron no menos de un kilo de cerezas.

Y así, comiendo cerezas y viendo jugar a mi gata con los huesos de éstas, mi nueva vecina me contaba historias de sus viajes hasta llegar a Madrid hace poco más de un mes. No tuve más remedio que dar por finiquitado el vacío de aquella mañana que objetivamente se estaba llenando de actividad. Y mirando el reloj, sonreí y me acordé de Emily, porqué sentí que Rafaela y sus cerezas eran como sus partículas cuánticas. Habían surgido de la nada. Pero eran un impulso, y sin duda, eran bienvenidas en mi pequeño mundo. Un universo repleto, nos guste o no, de innumerables vacíos.

Pasar página

Pasar página

Fue contratado para tocar el órgano en Madrid. La música llevaba un tiempo siendo su único refugio, pues la situación de ruptura con su ex, Céline, le había hecho polvo. Se conocieron en la orquesta juvenil de París, donde él había sido becado como pianista y ella tocaba la viola. Cada año compartido con ella le pesaba ahora como una nota grave que descendiera en una escala insoportablemente dolorosa. No era casualidad que hace pocas semanas hubiera vuelto a fumar de modo compulsivo. Afortunadamente el contrato con el Auditorio Nacional de Música de Madrid supondría a priori un alivio para él. Disfrutaría del sol magnífico de la capital de España, y diría adiós a París, donde cada calle, cada mujer con el pelo rizado, le hundía los ojos en la nuca, aflorando sus estados neuróticos, conduciéndole sigilosamente hacia la depresión.

Ya en el primer ensayo, mientras tocaba la Tocata y Fuga en re menor de Bach -con la que se iba a inaugurar el ciclo sobre el genio- se acercó ella, una chilena con la piel oscura, especialmente comparada con la de él. Daniel tenía un físico típico holandés, alto, con una cara alargada de rasgos afilados, estilo Eastwood, rebajados por una barba modesta que se había dejado crecer últimamente. A la mujer le había parecido atractivo antes de saber que era el organista, cuando vio una figura flaca fumando un cigarro de liar (¿sería un canuto, o tan sólo habría tabaco en su interior?) en un lateral apartado del auditorio. Lizeth, le dijeron que se llamaba, pero al llegar él apurado no se presentaron hasta finalizado el primer ensayo.

Cuando Daniel estaba a punto de alcanzar el final de la primera página de la partitura, ella avanzó hacia los teclados del órgano donde se situaba él, esperando ansiosamente que alcanzará la nota marcada, y con decisión le pasó la página con delicadeza, para que pudiera seguir interpretando la pieza que la extasiaba por su virtuosismo, y cuyos sonidos profundos -que emanaban de los tubos del órgano- le provocaban escalofríos nerviosos que recorrían de arriba a abajo su cuerpo. Tocaba no sólo con las manos, que parecían multiplicarse entre los diferentes teclados del órgano, sino también con los pies, que movía diabólicamente rápido, como un virtuoso bailarín, sobre las tablas de madera, todo ello para conferir fantásticos matices graves al sonido que inundaba la sala. Poca gente sabía hasta que punto exigía coordinación y dedicación su oficio.

Y así fue como empezó todo, como Daniel, inspirado por el Sol de Madrid, y por el color tostado de los ojos de Lizeth, recuperó su alegría y su fe en el amor, superando su rotura sentimental. Según dijeron luego los críticos del ABC, aquella gira fue “irrepetible, el intérprete holandés diríase poseído por el espíritu de Bach…”. No era necesario creer en Dios para admitir que Daniel logró tocar aquella música como los ángeles, esa misma música que el genio alemán compuso para alabar a Dios, y que él reinterpretaba para su Dios particular en nombre del amor.