Síntomas

Síntomas

Días antes de que implementasen las medidas de confinamiento, ya había experimentado ciertos síntomas. No sabía entonces si se trataba de los famosos síntomas del virus que tanto se repetían en los medios, pero desde luego eran síntomas de algo y estaba inquieto. Tuve algo de fiebre, cansancio muscular, y cuando parecía que venía la calma, se me tapó completamente la nariz. Estaba con la mosca detrás la oreja por si lo que estaba sufriendo era el dichoso virus. No me acaba de fiar, aunque la fiebre había desaparecido, y la tos seca no aparecía por ningún lado, mi angustia se empeñaba en imaginar la desgracia en cada pequeño carraspeo.

Todo dato racional indicaba que estaba a salvo del temido contagio, cuando me invadió otra inquietud debido a un inesperado síntoma. Aparentemente todo estaba en su sitio esa mañana de viernes previa al confinamiento. La nariz se había liberado de su taponamiento y el aire corría casi normal. Digo “casi” porque algo no funcionaba bien del todo y no sabía decir el qué. Me levanté y me dirigí a la cocina, y fue al tratar de oler la fragancia del café, cuando lo descubrí; no olía nada, o el café había dejado de oler o -lo que era más probable- mi nariz era la que no funcionaba. Me inquieté. Me di cuenta que no había valorado lo suficiente la increíble capacidad de oler. Oler era como respirar la vida más allá de nosotros, de los espacios, y poder obtener información de afuera sin necesidad de tocar o acercarse de más a la fuente del olor. También era una manera de saber que algo raro ocurría. Esa misma mañana, al hacerme las tostadas no noté el olor a quemado. Fue al ver el humo, que me percaté de lo que ocurría, pero la vista había llegado más lenta que su amiga la nariz. Una capa negra, como de carbón, recubría la tostada.

Y así me pasé un día tras otro. Tras consultar en internet, me enteré que a la pérdida de olfato se le llamaba anosmia. Y por si fuera poco el sufrir anosmia, ésta vino acompañada de una pérdida importante del gusto. Pensaba en esto mientras trataba de disfrutar en vano de una copa de vino que no sabía a nada o sabía a algo pero con los sabores alterados. Me asusté un poco al tercer día sin oler. Le comenté los síntomas a familiares y amigos y obtuve desconfianza cuanto menos. Mi hermano me dijo en broma que lo que me pasaba “olía fatal”. El día después descubrí que le estaba pasando a otra amiga, y gradualmente me enteré que más gente del entorno había experimentado síntomas parecidos. Nos estaba ocurriendo a muchos; seguía sin oler, pero al menos era un pequeño y necio consuelo. Desde el Ministerio de Sanidad no acababan de confirmarlo, y seguían sin considerarlo uno de los principales síntomas. En otros países, por lo que pude indagar, si lo consideraban un indicio de tener el virus. Un doctor alemán -casi siempre es un alemán, o americano el que toma la iniciativa en estas cosas- había reunido datos y había descubierto que el 30% de sus pacientes con coronavirus habían presentado anosmia. Incluso, contaba que una paciente suya que era madre, decía no poder oler el pañal sucio de su hijo. El ni siquiera poder oler la mierda, eso si que era un síntoma.

Lo que está sucediendo estos días de confinamiento, bien visto -porque oler no huelo, pero mi vista sigue intacta, os lo aseguro- me recuerda a un argumento de ciencia ficción. Una ciencia ficción torcida y apocalíptica, o usando un término cada vez más habitual, una distopía. Pero una distopía rayana en lo fantástico. Con ese tufillo de irrealidad -sí, vale que no huelo, pero dejarme recordar como olía la realidad- a través de nuestro encierro voluntario, todo esto parece un argumento sacado de una novela de Saramago.

Recordemos que el Nobel portugués era amigo de imaginar que un evento inesperado acababa teniendo efectos sociales demoledores. Por ejemplo, en su novela “Ensayo de la ceguera”, exploraba la siguiente cuestión: ¿y sí la enfermedad de la ceguera se vuelve contagiosa y todos acabamos ciegos? Dejadme cambiarla entonces por un ¿y sí un virus traído de oriente infecta a la población haciéndole perder su olfato? ¿Qué sería de la humanidad sin el olfato? ¿Sabríamos hacia dónde dirigirnos?. Ceguera, anosmia, eran dos síntomas de la misma mierda: la pérdida de rumbo.

El olfato es heredero de nuestro antepasado animal. Las ramificaciones nerviosas de este sentido alcanzan a nuestro cerebro más antiguo: el sistema límbico. En él tienen lugar las emociones más profundas: el miedo, la agresividad, el placer, incluso la personalidad del ser humano está íntimamente relacionada e influida por el olfato. Y la memoria, no nos olvidemos, también juega un papel decisivo con el sentido que perdí hace unos días.

Tras lo dicho, no sería justo terminar el relato aquí, porque los síntomas se extienden más allá de nuestras narices. También otros animales están viviendo síntomas estos días. Síntomas positivos en su caso. Cuando me asomo al balcón, no dejo de maravillarme de cómo vuelan los pájaros libres por el cielo. Cómo oigo desde mi ventana su canto, más limpio y fuerte que nunca. Quizás, yendo un poco más lejos, más profundo, incluso la Tierra experimenta síntomas al sentir que el ser humano deja sin espacios verdes muchas de las zonas de su piel. Sólo confío, que cuando pase esta crisis, nos replanteemos ciertas cuestiones en serio, y juntos tomemos medidas para recuperar el rumbo. Ojalá sea así, pero incluso en plena anosmia, me huelo que volveremos a las mismas.

Nota: Este relato fue publicado luego en el periódico eldiario.es https://www.eldiario.es/historias-del-coronavirus/cronica-personal-perdida-olfato_132_5950899.html