Estamos pasando un buen rato hasta que suena el teléfono. Quien me iba a decir que recibiría aquella llamada tan pronto, en la primera noche de mi semana de guardia.
Y no es una noche cualquiera, es Nochebuena.
Es una putada.
Y mientras escucho la voz que sale del teléfono, mi hijo pequeño abre su regalo, una nave espacial de Star-Wars. Me mira feliz, sin sospechar lo que me está diciendo esa voz. -No te preocupes cariño, igual a tu vuelta andamos todavía despiertos. –me dice para consolarme mi mujer.
Ojalá sea como dice, pero no tiene pinta de ser algo rápido.
Esto huele mal a distancia.
-Vaya, ¿no vas a poder quedarte unos minutos más para abrir siquiera tus regalos? –Y diciéndome esto, me pone una cara con tantos matices que no puedo más que lanzarme sobre ella y llenarla de besos. Le digo que no se preocupe, que mande unas fotos y ya me contará el resto mañana, luego sonrío a todos los presentes lo mejor que puedo en plan “soy un padre cojonudo” y me despido.
De camino en coche me imagino abriendo mis regalos una y otra vez, como en un bucle perfecto.
Llamo y me abre el agente Suárez, subo y allí está en la puerta con la misma cara de puteado que yo, pero con un poquito más de olor a vino. Se está tomando lo que parece un café para entrar en calor, y seguramente para bajarse el pedo. Habla con una anciana algo chepuda que está llorando a moco tendido y que resulta ser la vecina. Tras intercambiar unas palabras con él, cruzo el pasillo y llego a la sala de estar donde veo de espaldas al pobre anciano, ya cadáver, con la cabeza tendida hacia atrás, alumbrado a ráfagas por los cambios de la luz que emanan de la tele encendida. El médico forense entra justo en ese momento, y tras encender la luz, corrobora que el anciano habría muerto de forma natural. -Vivía sólo desde que murió su mujer -nos había dicho la vecina, y -cada vez salía menos de casa….
Murió viendo la tele, la misma que nos quedamos el médico forense y yo viendo como dos tontos. En la pantalla, una joven cantaba una canción de esas pop en las que todos los acordes están muy trillados. Parece un programa de talentos. -Estos casos se ven- dice el médico. -Llega la Navidad, y se han quedado solos. Todos los años toca una de estas. No es muy frecuente, pero ocurre.
Ahora vamos a la comisaría del distrito, donde comienza el acto burocrático.
Mientras firmo y respondo a preguntas como un robot, me imagino a mi hijo con su nave y a mi mujer riendo con el resto de invitados a la cena. Por Dios, que acabe ya esto.
Vuelvo a casa pasadas las 3 de la mañana, ya no hay muestras de vida, tan sólo las luces del árbol de Navidad y de una tiras de lucecitas que compró mi mujer en el chino de abajo que van pasando del rojo al azul periódicamente. Piso unos restos de papel de envolver que andan por el suelo y el gato, que duerme sobre el sillón, emite un sonido de queja. Dos regalos permanecen sin abrir al lado del árbol. Mientras cojo la manta del gato veo a través de la ventana al vecino del bloque de enfrente. Tiene la cortina echada, pero se adivinaban perfectamente la tele encendida y su silueta.
¡Siempre sólo joder! Qué ganas tengo de decirle algo por la ventana cuando se asoma a fumar. – ¡Buenos días vecino! -le gritaré la próxima vez.
No quiero despertar a mi mujer, así que me voy al sofá y me quedo dormido con el abrigo puesto, pensando en el vecino y lo que estará viendo en la tele, y en cosas así.
Me despierto al oír los pasos de mi hijo. Viene feliz a jugar con sus nuevos juguetes al salón.
Tras ducharme, todo parece haber vuelto a la normalidad. Mi mujer lee la prensa en el portátil. La nave de mi hijo planea sobre el salón. Sin duda es el momento perfecto para abrir los regalos. Ante la mirada atenta de mi mujer, mi hijo, y el gato, agarro el más grande de los dos paquetes y digo – ¿Qué será? –pero según acabo de preguntarlo, el teléfono suena como queriendo responder. La voz de Suárez al telefonillo lo deja claro.
Me pongo el abrigo y beso a mi mujer y a mi hijo como si me fuera a la guerra.
Antes de irme, Carmen me dice: -Cariño, ¿hacemos entonces carne o pescado para comer? ¿Qué preferirán tus padres? -Y le digo que me da igual, que todo estará muy rico, y les encantará seguro. Pero que me gustaría una tortilla de esas tan ricas que hace.
Lo único que deseo es quitarme el nuevo marrón lo más rápido posible y poder disfrutar de la comida de Navidad con mi familia.
Suárez conduce como un loco, y al no haber coches en las calles llegamos en pocos minutos al lugar. Esta vez se trata de una anciana. Se ha quedado frita para siempre en la cocina. Su pobre perro no deja de ladrar. De nuevo la tele está encendida, como con el pobre viejo de anoche. Esta vez ponen dibujos animados. Mientras esperamos al médico, nos quedamos Suárez y yo un rato viéndolos. Es Bob esponja, los favoritos de mi hijo. La cabeza de la mujer descansa sobre la mesa comedor de madera, apoyada en los brazos de modo similar al de los estudiantes cuando se quedan medio dormidos en clase. – ¿Tú crees que esta racha es normal? -le suelto a Suárez mientras nos fumamos unos cigarrillos- Sí, supongo. Es Navidad. Estas cosas pasan.
Suena entonces el teléfono de Suárez, es el médico, y tras las explicaciones que le da Suárez, pregunta si hace falta que venga, que tiene toda la pinta que sea muerte natural como la de la noche anterior, y que si somos tan amables de firmar por él acta de levantamiento de cadáver. Que le mandemos una foto por el móvil y listo. Suárez me dice que le parece bien, que para qué tenemos que hacer venir al pobre hombre en Navidad. -Es un día sagrado joder, que lo pase con los suyos, como es de rigor- me dice. Yo no lo veo claro, pero me caen tan simpáticos Suárez y el médico que no me parece oportuno contrariarles.
Sólo quiero volver a mi casa.
Tres horas más tarde vuelvo a abrir la puerta de casa. Veo a mis padres, tan joviales y elegantes como siempre. También ha venido el hermano de Carmen con su pareja, ¡que sorpresa! Nos damos abrazos. Ellos están de vacaciones, pues son profesores, así que cuentan lo bien que lo están pasando estos días, y que las Navidades están hechas para descansar y que se van a Lanzarote a pasar la Noche Vieja y otros planes divertidos. –Pues a Lucas le ha tocado de guardia esta semana, y yo aquí en la cocina todo el día. La verdad es que no paramos. -Y entonces, tras ellos, veo los regalos todavía empaquetados, y como el gato los está zarandeando. Me acerco y le arrebato sus nuevos juguetes, poniéndolos a buen recaudo.
Estamos fumando y tomando cava de pie, cuando alcanzo a ver al vecino de enfrente fumándose un cigarro como de costumbre, apoyado en el alféizar. Le da una calada y gira la cabeza de un lado a otro de la calle, como esperando a alguien que nunca llega. Jamás le he visto con nadie. Mientras le miro, mi padre me está contando algo sobre unas inversiones en no sé qué banco, pero me cuesta prestarle atención. Entonces me decido a hacerlo. Abro la ventana de golpe para decirle algo, pero justo cuando la suya se cierra.
¡Qué putada!
Mi padre me mira extrañado. -Es para que salga un poco el humo papá -me excuso, para no contarle toda la historia del vecino. Tras esos extraños segundos, aparece mi cuñado con mi móvil que no para de sonar.
Una voz conocida se oye al otro lado de la línea. Una voz cascada de tabaco, pero que suena simpática al mismo tiempo. Es Suárez.
Mientras escucho lo que ya me temía, veo como mi hijo juega con su nave y el gato quiere participar en el jolgorio.
Esta vez promete ser más rápida mi ausencia. Ha ocurrido en el edificio de al lado de mi casa. Salgo del portal y apoyado en un coche me espera Suárez, fumándose su Ducados. -Están cayendo como moscas, Lucas. No sólo está pasando en nuestro distrito. En otros barrios lo mismo. Otros compañeros me lo han confirmado en la comisaría. –Pero, ¿y nadie dice nada? ¿No dicen nada en la tele o en la radio? Tampoco creo haber leído nada en el periódico, es extraño. –Por lo que se ve igual es normal, se veía venir. Quizás es el frío. Además, en Navidad la gente está con los suyos, hay pocas noticias. No interesan estas cosas en estas fechas.
Las palabras de Suárez no me convencen, pero él tiene más experiencia por los años de servicio, y al menos es alguien con quien puedo hablar de esto.
Vamos entonces a ver el nuevo caso. Esta vez ha sido viendo Tele 5. Esto me recuerda que mi madre odia Tele 5, si ve a alguien viendo esa cadena se la hace quitar.
Una idea cruza mi mente, y sin pensar, como hablando directamente desde mi inconsciente, le suelto a Suárez: -Oye, por curiosidad, ¿qué cadena estaban viendo en los casos anteriores? ¿No era Tele 5?
Es una plaga. No paro de trabajar en toda la tarde. Primero la mujer en el bloque de al lado, que además me da mucha pena porque me sonaba haberla visto por el barrio alguna vez, creo que comprando el pan y en la frutería. Luego, otro caso de un portero que conocía de vista, y del que los vecinos pensaban que se había ido de viaje al pueblo pero que resulta que llevaba dos días viendo la tele con los ojos cerrados.
Sólo quiero volver a casa y olvidarme de este horror.
Una mala racha. Es sólo una mala racha de muertes. ¿Qué otra cosa puede ser sino? Mi capacidad de razonar parece mermada, es como si la lógica descansara por Navidad.
Aparco al lado de mi casa, y al salir del coche veo una ambulancia en la puerta del bloque de enfrente. Una chica del Samur está abriendo la puerta y subo con ella instintivamente. Su compañero del Samur está en la casa, cuya puerta estaba entreabierta. Me confirman lo que más temo. La casa huele a tabaco, y se oye potente el ruido de fondo de la tele. Mi vecino está recostado en el sofá, con el teléfono en una mano. ¿Habrá llegado a hablar con alguien? Me desplomo en ese instante.
Las palabras – ¿está usted bien? -me devuelven a la vigilia. También siento unas suaves tortas en la cara. Es Suárez quien me golpea. La trabajadora del Samur me da dos pastillas y agua. Mientras las trago corren las cortinas y abren la ventana. A través de la ventana, en el bloque de enfrente se ve a mi familia, disfrutando de la tarde. Mi padre juega con mi hijo, y mi mujer se acerca con una bandeja llena de dulces que pone sobre la mesa. Mi madre baila al son de alguna música alegre con mi cuñado. Suárez se apoya en la ventana a fumar un cigarro, y mirando mi casa dice: – ¡Mira que bien se lo pasan algunos! Somos unos pringados, ¿no crees Lucas? – Algo espabilado ya, le cambio de tema: -Oye Suárez, ¿a ti qué te han regalado este año?
Hoy es Nochevieja. Casi no he pegado ojo durante la última semana. Estoy como si me hubieran pegado una paliza por dentro y otra por fuera. Quiero ir a dormir pero temo que las imágenes de los ancianos muertos se me aparezcan. Trato de pensar algo positivo. –Cariño, al final no abriste tus regalos. Tienes que abrirlos ahora mismo. –me dice mi mujer con esa voz tan bien graduada que sólo tienen las personas que han trabajado su fonética y locución.
Me olvido de todos esos ancianos. De todos esos momentos con Suárez. Todo eso no parece más que un mal sueño ahora.
Ansío abrir mi regalo.
Lo palpo.
Lo abro con ilusión y furia.
¿Es un mando?
-Rápido, rápido –grita mi mujer al pasillo. Aparecen entonces su hermano y mi padre con una tele enorme que debe tener más de 50 pulgadas.
Miro el mando y la tele. No sé qué decirles.
Les miento.
-Muchas gracias. No sabéis lo que significa para mí.