Noche cerrada

Noche cerrada

La noche cerrada acentúa, más si cabe, lo sombrío del lugar. El cuervo grazna, hasta que es interrumpido por el quejido de la puerta de entrada del cementerio. Asustado por la repentina intrusión, el ave alza el vuelo.

Una luz ilumina el camino de tierra, partiendo en dos la superficie del cementerio. Sobre el sendero recién iluminado, avanza una figura que se dirige con determinación hacia el lugar del suceso. Otro hombre, viejo conocido del cuervo, se queda atrás tras haberle abierto la puerta al recién llegado.

El policía se detiene junto a una lápida, frente a la que hay latas de cerveza vacías esparcidas sobre la tierra. Lee la inscripción en inglés: 

Jeremy Smith, dead in october 1849

Desde la rama de un ciprés, el cuervo sigue con la mirada neutra los movimientos del policía. No sabe el porqué, pero desde su intuición animal presiente que hay una conexión entre los que armaban jaleo hace un rato y el recién llegado. Se han acercado a la misma tumba, la de Jeremy Smith, la favorita del cuervo.

El policía inspecciona el lugar, adivinando unas pisadas en la tierra corrida. Todo lo alumbra con su teléfono móvil, hace tiempo que jubiló su linterna. Nunca fue amigo de los móviles, pero la pereza de tener que cargar las pilas le hizo rendirse a los encantos del celular. La lápida ha sido desplazada, y el hombre no puede evitar mirar adentro. Desde el árbol, el animal puede ver el brazo del hombre temblando, sus labios maldiciendo.

Unos metros más allá, junto al muro del cementerio, volcado sobre la tierra, uno de esos aparatos que tanto odiaba el policía. Tras varios intentos por desbloquearlo, se da por vencido. Habrá cientos de combinaciones, piensa. Cuando esta a punto de rendirse, la pantalla del móvil se enciende. Alguien está llamando. Sonríe como lo solía hacer de pequeño, cuando nada le producía tanto placer como resolver un acertijo. Era en esos instantes cuando entendía porque se había hecho policía. Tras acceder al móvil, contempla varias fotografías. En ellas, se ve a una pareja joven en diferentes posturas, donde, según el parecer del policía, se va incrementando la estupidez gradualmente. Mientras los dedos se deslizan por la pantalla, la luz del móvil ilumina su rostro, pudiéndose apreciar sus labios, que murmuran, ante la atenta mirada del cuervo: “joder, haciendo selfies en el cementerio”.

nota: Foto del cuervo por Dreamstime

Dulce Soledad

Dulce Soledad

Estamos pasando un buen rato hasta que suena el teléfono. Quien me iba a decir que recibiría aquella llamada tan pronto, en la primera noche de mi semana de guardia.

Y no es una noche cualquiera, es Nochebuena.

Es una putada.

Y mientras escucho la voz que sale del teléfono, mi hijo pequeño abre su regalo, una nave espacial de Star-Wars. Me mira feliz, sin sospechar lo que me está diciendo esa voz.  -No te preocupes cariño, igual a tu vuelta andamos todavía despiertos. –me dice para consolarme mi mujer.

Ojalá sea como dice, pero no tiene pinta de ser algo rápido.

Esto huele mal a distancia.

-Vaya, ¿no vas a poder quedarte unos minutos más para abrir siquiera tus regalos? –Y diciéndome esto, me pone una cara con tantos matices que no puedo más que lanzarme sobre ella y llenarla de besos. Le digo que no se preocupe, que mande unas fotos y ya me contará el resto mañana, luego sonrío a todos los presentes lo mejor que puedo en plan “soy un padre cojonudo” y me despido.

De camino en coche me imagino abriendo mis regalos una y otra vez, como en un bucle perfecto.

Llamo y me abre el agente Suárez, subo y allí está en la puerta con la misma cara de puteado que yo, pero con un poquito más de olor a vino. Se está tomando lo que parece un café para entrar en calor, y seguramente para bajarse el pedo. Habla con una anciana algo chepuda que está llorando a moco tendido y que resulta ser la vecina. Tras intercambiar unas palabras con él, cruzo el pasillo y llego a la sala de estar donde veo de espaldas al pobre anciano, ya cadáver, con la cabeza tendida hacia atrás, alumbrado a ráfagas por los cambios de la luz que emanan de la tele encendida. El médico forense entra justo en ese momento, y tras encender la luz, corrobora que el anciano habría muerto de forma natural. -Vivía sólo desde que murió su mujer -nos había dicho la vecina, y -cada vez salía menos de casa….

Murió viendo la tele, la misma que nos quedamos el médico forense y yo viendo como dos tontos. En la pantalla, una joven cantaba una canción de esas pop en las que todos los acordes están muy trillados. Parece un programa de talentos. -Estos casos se ven- dice el médico. -Llega la Navidad, y se han quedado solos. Todos los años toca una de estas. No es muy frecuente, pero ocurre.

Ahora vamos a la comisaría del distrito, donde comienza el acto burocrático.

Mientras firmo y respondo a preguntas como un robot, me imagino a mi hijo con su nave y a mi mujer riendo con el resto de invitados a la cena. Por Dios, que acabe ya esto.

Vuelvo a casa pasadas las 3 de la mañana, ya no hay muestras de vida, tan sólo las luces del árbol de Navidad y de una tiras de lucecitas que compró mi mujer en el chino de abajo que van pasando del rojo al azul periódicamente. Piso unos restos de papel de envolver que andan por el suelo y el gato, que duerme sobre el sillón, emite un sonido de queja. Dos regalos permanecen sin abrir al lado del árbol. Mientras cojo la manta del gato veo a través de la ventana al vecino del bloque de enfrente. Tiene la cortina echada, pero se adivinaban perfectamente la tele encendida y su silueta.

¡Siempre sólo joder! Qué ganas tengo de decirle algo por la ventana cuando se asoma a fumar. – ¡Buenos días vecino! -le gritaré la próxima vez.

No quiero despertar a mi mujer, así que me voy al sofá y me quedo dormido con el abrigo puesto, pensando en el vecino y lo que estará viendo en la tele, y en cosas así.

Me despierto al oír los pasos de mi hijo. Viene feliz a jugar con sus nuevos juguetes al salón.

Tras ducharme, todo parece haber vuelto a la normalidad. Mi mujer lee la prensa en el portátil. La nave de mi hijo planea sobre el salón. Sin duda es el momento perfecto para abrir los regalos. Ante la mirada atenta de mi mujer, mi hijo, y el gato, agarro el más grande de los dos paquetes y digo – ¿Qué será? –pero según acabo de preguntarlo, el teléfono suena como queriendo responder. La voz de Suárez al telefonillo lo deja claro.

Me pongo el abrigo y beso a mi mujer y a mi hijo como si me fuera a la guerra.

Antes de irme, Carmen me dice: -Cariño, ¿hacemos entonces carne o pescado para comer? ¿Qué preferirán tus padres? -Y le digo que me da igual, que todo estará muy rico, y les encantará seguro. Pero que me gustaría una tortilla de esas tan ricas que hace.

Lo único que deseo es quitarme el nuevo marrón lo más rápido posible y poder disfrutar de la comida de Navidad con mi familia.

Suárez conduce como un loco, y al no haber coches en las calles llegamos en pocos minutos al lugar. Esta vez se trata de una anciana. Se ha quedado frita para siempre en la cocina. Su pobre perro no deja de ladrar. De nuevo la tele está encendida, como con el pobre viejo de anoche. Esta vez ponen dibujos animados. Mientras esperamos al médico, nos quedamos Suárez y yo un rato viéndolos. Es Bob esponja, los favoritos de mi hijo. La cabeza de la mujer descansa sobre la mesa comedor de madera, apoyada en los brazos de modo similar al de los estudiantes cuando se quedan medio dormidos en clase. – ¿Tú crees que esta racha es normal? -le suelto a Suárez mientras nos fumamos unos cigarrillos- Sí, supongo. Es Navidad. Estas cosas pasan.

Suena entonces el teléfono de Suárez, es el médico, y tras las explicaciones que le da Suárez, pregunta si hace falta que venga, que tiene toda la pinta que sea muerte natural como la de la noche anterior, y que si somos tan amables de firmar por él acta de levantamiento de cadáver. Que le mandemos una foto por el móvil y listo. Suárez me dice que le parece bien, que para qué tenemos que hacer venir al pobre hombre en Navidad. -Es un día sagrado joder, que lo pase con los suyos, como es de rigor- me dice. Yo no lo veo claro, pero me caen tan simpáticos Suárez y el médico que no me parece oportuno contrariarles.

Sólo quiero volver a mi casa.

Tres horas más tarde vuelvo a abrir la puerta de casa. Veo a mis padres, tan joviales y elegantes como siempre. También ha venido el hermano de Carmen con su pareja, ¡que sorpresa! Nos damos abrazos. Ellos están de vacaciones, pues son profesores, así que cuentan lo bien que lo están pasando estos días, y que las Navidades están hechas para descansar y que se van a Lanzarote a pasar la Noche Vieja y otros planes divertidos. –Pues a Lucas le ha tocado de guardia esta semana, y yo aquí en la cocina todo el día. La verdad es que no paramos. -Y entonces, tras ellos, veo los regalos todavía empaquetados, y como el gato los está zarandeando. Me acerco y le arrebato sus nuevos juguetes, poniéndolos a buen recaudo.

Estamos fumando y tomando cava de pie, cuando alcanzo a ver al vecino de enfrente fumándose un cigarro como de costumbre, apoyado en el alféizar. Le da una calada y gira la cabeza de un lado a otro de la calle, como esperando a alguien que nunca llega. Jamás le he visto con nadie. Mientras le miro, mi padre me está contando algo sobre unas inversiones en no sé qué banco, pero me cuesta prestarle atención. Entonces me decido a hacerlo. Abro la ventana de golpe para decirle algo, pero justo cuando la suya se cierra.

¡Qué putada!

Mi padre me mira extrañado. -Es para que salga un poco el humo papá -me excuso, para no contarle toda la historia del vecino. Tras esos extraños segundos, aparece mi cuñado con mi móvil que no para de sonar.

Una voz conocida se oye al otro lado de la línea. Una voz cascada de tabaco, pero que suena simpática al mismo tiempo. Es Suárez.

Mientras escucho lo que ya me temía, veo como mi hijo juega con su nave y el gato quiere participar en el jolgorio.

Esta vez promete ser más rápida mi ausencia. Ha ocurrido en el edificio de al lado de mi casa. Salgo del portal y apoyado en un coche me espera Suárez, fumándose su Ducados. -Están cayendo como moscas, Lucas. No sólo está pasando en nuestro distrito. En otros barrios lo mismo. Otros compañeros me lo han confirmado en la comisaría. –Pero, ¿y nadie dice nada? ¿No dicen nada en la tele o en la radio? Tampoco creo haber leído nada en el periódico, es extraño. –Por lo que se ve igual es normal, se veía venir. Quizás es el frío. Además, en Navidad la gente está con los suyos, hay pocas noticias. No interesan estas cosas en estas fechas.

Las palabras de Suárez no me convencen, pero él tiene más experiencia por los años de servicio, y al menos es alguien con quien puedo hablar de esto.

Vamos entonces a ver el nuevo caso. Esta vez ha sido viendo Tele 5. Esto me recuerda que mi madre odia Tele 5, si ve a alguien viendo esa cadena se la hace quitar.

Una idea cruza mi mente, y sin pensar, como hablando directamente desde mi inconsciente, le suelto a Suárez: -Oye, por curiosidad, ¿qué cadena estaban viendo en los casos anteriores? ¿No era Tele 5?

Es una plaga. No paro de trabajar en toda la tarde. Primero la mujer en el bloque de al lado, que además me da mucha pena porque me sonaba haberla visto por el barrio alguna vez, creo que comprando el pan y en la frutería. Luego, otro caso de un portero que conocía de vista, y del que los vecinos pensaban que se había ido de viaje al pueblo pero que resulta que llevaba dos días viendo la tele con los ojos cerrados.

Sólo quiero volver a casa y olvidarme de este horror.

Una mala racha. Es sólo una mala racha de muertes. ¿Qué otra cosa puede ser sino? Mi capacidad de razonar parece mermada, es como si la lógica descansara por Navidad.

Aparco al lado de mi casa, y al salir del coche veo una ambulancia en la puerta del bloque de enfrente. Una chica del Samur está abriendo la puerta y subo con ella instintivamente. Su compañero del Samur está en la casa, cuya puerta estaba entreabierta. Me confirman lo que más temo. La casa huele a tabaco, y se oye potente el ruido de fondo de la tele. Mi vecino está recostado en el sofá, con el teléfono en una mano. ¿Habrá llegado a hablar con alguien? Me desplomo en ese instante.

Las palabras – ¿está usted bien? -me devuelven a la vigilia. También siento unas suaves tortas en la cara. Es Suárez quien me golpea. La trabajadora del Samur me da dos pastillas y agua. Mientras las trago corren las cortinas y abren la ventana. A través de la ventana, en el bloque de enfrente se ve a mi familia, disfrutando de la tarde. Mi padre juega con mi hijo, y mi mujer se acerca con una bandeja llena de dulces que pone sobre la mesa. Mi madre baila al son de alguna música alegre con mi cuñado. Suárez se apoya en la ventana a fumar un cigarro, y mirando mi casa dice: – ¡Mira que bien se lo pasan algunos! Somos unos pringados, ¿no crees Lucas? – Algo espabilado ya, le cambio de tema: -Oye Suárez, ¿a ti qué te han regalado este año?

Hoy es Nochevieja. Casi no he pegado ojo durante la última semana. Estoy como si me hubieran pegado una paliza por dentro y otra por fuera. Quiero ir a dormir pero temo que las imágenes de los ancianos muertos se me aparezcan. Trato de pensar algo positivo. –Cariño, al final no abriste tus regalos. Tienes que abrirlos ahora mismo. –me dice mi mujer con esa voz tan bien graduada que sólo tienen las personas que han trabajado su fonética y locución.

Me olvido de todos esos ancianos. De todos esos momentos con Suárez. Todo eso no parece más que un mal sueño ahora.

Ansío abrir mi regalo.

Lo palpo.

Lo abro con ilusión y furia.

¿Es un mando?

-Rápido, rápido –grita mi mujer al pasillo. Aparecen entonces su hermano y mi padre con una tele enorme que debe tener más de 50 pulgadas.

Miro el mando y la tele. No sé qué decirles.

Les miento.

-Muchas gracias. No sabéis lo que significa para mí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La misteriosa desaparición de la bailarina de swing

danzad malditos

El camarero, con su camisa beige perfectamente planchada, ejecutó una coreografía precisa tras la barra, poniendo una caña con mucho arte, la cual posó en la barra dejando una estela de espuma derramada sobre la vitrina. La algarabía era ensordecedora, mermando la concentración, como sucedía en los bares con mala acústica. Aquella noche, como cada dos o tres semanas, habíamos quedado en nuestro querido “Portomarín”, un gallego de Lavapiés bastante económico. Fer parecía menos entusiasta que de costumbre, casi apagado. En la segunda caña, generosamente acompañada de una tapa de salpicón de pulpo, admitió estar preocupado. Había estado saliendo con una chica que bailaba swing, y a pesar de que se le daban bien las mujeres, Sabrina se le había escapado. -De verdad no sé que pudo pasar. Yo creo que es por el grupo de gente con el que sale y su ambiente- me dijo. -La gente del swing supongo.- le comenté. -Sí, claro, yo la conocí en ese bar como te dije: “La pista”. También me consta que iba a clases, y bueno, iba a bailar por ahí casi cada noche.

Tras lo que me dijo Fer me despedí intranquila. Cuando iba a coger la moto para ir a casa, mientras divisaba el raquítico cielo estrellado, me acordé que la Pista estaba cerca de la plaza de Lavapiés. Había estado un par de veces con mi amigo Gastón, la única persona que conocía del mundo del swing, así que decidí pasarme. Entré y pedí un tercio de Mahou en la barra. Aquella noche estaba tranquilo, había un par de parejas bailando, y otra más apartada que parecía ensayar tímidamente. Me acerqué a ellos, y el chico con bigote y sombrero me dijo que había clase en un rato, que la profe era una pelirroja llamada Laura. No tardó en llegar. Estaba espectacular, me gustó su figura pequeña pero bien proporcionada, me impresionó su estatus y su trabajo. Que energía desprendía esa mujer, que exuberancia. La comparación con ella me hacía sentir algo inferior, yo me consideraba tímida para bailar, y pensaba que no se me daba muy bien.

Aproveché en cuanto Laura hizo un parón en la clase, me acerqué a ella y me hice la interesada en bailar -la verdad es que lo estaba, llevaba un tiempo que pensaba que me podría abrir una vía para ligar-. En cuanto se confió le comenté que era amiga de Gastón, y que si conocía a una tal Sabrina, de la que dije ser su amiga. Me dijo que sí, que tanto ella como Gastón solían ir al “Tetuán”, un centro Social donde daban clases abiertas de swing los viernes, tras la que había fiesta.

Al día siguiente estaba en la entrada del “Tetuán”, por la zona de Quevedo, había estado investigando un poco el sitio en la Web. Había cola para entrar, en medio de la cual reconocí la  inconfundible gorra de Gastón. Tras describirle a Sabrina me comentó que por supuesto la conocía, y que seguramente vendría esa noche. Empezamos la clase abierta con la rueda para los principiantes, donde íbamos rotando las parejas, bailando cada mujer con cada uno de los hombres, y en cuyo centro se situaba la pareja de instructores, guiándonos los pasos. Tras la rueda comenzó la fiesta donde se veían bailarines de todos los niveles, momento que aproveché para juntarme de nuevo con Gastón. Bailamos un rato y cuando paramos le convidé a una lata de Mahou. Mientras nos hacíamos entender sobre el elevado volumen de la música, apareció Sabrina. Me pareció más guapa aún de lo que la recordaba. Tras saludar a un par de conocidas se acercó a nosotros.

Una hora después todo parecía un sueño. Había quedado con Sabrina para que me aclarara el asunto en la puerta del local, donde hablaríamos más tranquilamente. Al fin apareció, fumando impulsivamente un cigarro de liar. Ardía en deseos de que me contara su historia, de porqué no había continuado con Fer, porque yo la había visto aquel día con él y sabía que le gustaba. Aquello no me encajaba. Y mi intuición no me falló. -Mira María, yo me llevé a Fer un par de veces con el grupo, pero no le aceptaban.- Le había dicho un rato antes que era periodista, que su caso me interesaba, y quizás podría escribirse algo sobre el asunto. La dejé hablar.

Pasaron un par de meses desde mi conversación con Sabrina, y entre la cantidad de curro que había tenido, y que no había parado los fines de semana, lo tenía casi olvidado. Y así fue hasta que  estando un sábado con Fer y unos amigos en una de las naves del Matadero, uno de los sitios de moda de entonces, me ocurrió lo siguiente. Iba hacía el baño de las mujeres, cuando Gastón surgió del baño de los hombres. Parecía desmejorado desde la última vez, con su camisa a cuadros, que aunque elegante estaba mal abotonada. Y entonces me lo soltó, con una mirada tierna que mezclaba miedo y ansias de liberación -Ya lo he dejado María-. ¿El qué has dejado? -Todo, o sea, el swing. Esto es una puta secta. No sé si puedes entenderlo estando fuera. Llevo tres años sin más amigos que los del swing, sin más destino de viaje que los festivales de swing. Pero hay más ¡Esto es una locura! Sabías que nos liamos sólo entre nosotros. Es algo endogámico y enfermo. Me voy con Sabrina fuera de España, tenemos que dejar esto atrás.- Y entonces comenzó a llorar como un niño –acaso no se llora siempre como los niños-, así que le abracé y cerré los ojos, sintiendo el sudor de las lágrimas sobre mi piel.

Fue entonces cuando me decidí a proponer el tema en la reunión de los jueves en el periódico; con suerte podría entrar como artículo de sucesos para el martes. Días después de la reunión, me encontré medio de casualidad -la vida nocturna de Lavapiés solía ser imprevisible- bailando en el Anfiteatro del Pueblo, la meca del swing. Esta gente me parecía tan maja que me costó creer lo que había escrito. Cierto que a simple vista parecen algo ostentosos en su “modernismo”, pero luego parecen gente variopinta e interesante. De hecho, los amigos de Gastón me preguntaron por él, todo parecía tan confuso, tan contradictorio. Me encantaba ese tema que sonaba, “always” dijo que se llamaba uno de ellos, tras lo que me fui al baño. Y entonces, no sé si porque había bebido demasiado, empecé a ver doble. Estaría hecha polvo de tanto curro y no dormir bien las noches pasadas –últimamente hasta se me caían mechones de pelo debido al estrés que sufría por el curro-. Entonces pasó algo muy raro, salí del baño y vi en la pista a alguien que me resultaba familiar. Había poca luz, pero su obesa silueta era inconfundible. Era mi jefe: Jonatan, el egomaniaco. Parecía que hablaba con alguien y que me señalaban. Nuestra miradas su cruzaron y un escalofrío acrecentado por la música instrumental -¿era un xilofón?- me hicieron sentirme como en una extraña escena de una peli de Hitchcock. Había algo misterioso y casi terrorífico en el ambiente, y cada nota se me clavaba en el cogote como un zapato de claqué. No sé muy bien como pero salí rápido de allí. Enfilé hacia la calle Buenavista, donde estaba mi querida buhardilla. Estuve dando vueltas en la cama, sintiendo un terror que dislocaba mi consciencia. En algún momento de tregua el miedo cesó y me dormí.

Al día siguiente no publicaron el artículo. Ni a la semana siguiente. Mi jefe me evitaba la mirada una y otra vez. Tras comentarle sobre el artículo de nuevo, me soltó que aquella semana sería mejor que descansase. En el fondo no me extrañó. Todo me quedó claro cuando descubrí quien era el dueño de aquel local. Alguien me lo había comentado alguna vez en la redacción pero lo había olvidado. No sé puede ir en contra del establishment supongo. Al final siempre te topas con un muro. Y claro, yo no era una heroína de una peli de cine negro, ni Julia Roberts en busca de justicia. Era una mindundi, una simple periodista asalariada que ganaba ochocientos euros apurando cierres. Así que no dije nada, me hice la tonta y la loca. Continué mi vida normal, trabajando y cruzándome de vez en cuando con aquella gente del swing en diferentes sitios de la noche madrileña, como si nada hubiera pasado, como si todo fuera un sueño y siguiéramos bailando en el anfiteatro del pueblo, al son de “always”, alienados en un éxtasis embriagador, bajo la tenue luz que iluminaba la pista.