El ser más temible de la tierra

El ser más temible de la tierra

El hombre había sido precavido, pero no lo suficiente. A pesar de que había encendido la luz del cuarto con la ventana cerrada, tras apagarla, la abrió para refrescar la habitación, y no pudo evitar que se colara el insecto.

El hombre había tenido un día duro y se disponía a tumbarse sobre la cama en busca de un sueño bien merecido. Se giró del costado izquierdo, la única postura que le permitía dormir, dejó caer sus cansados párpados y pensó fugazmente en lo agradable que era dejarse llevar en los brazos de Morfeo sin ninguna preocupación.

Se encontraba en el filo del sueño cuando un familiar zumbido lo devolvió a la vigilia. Siempre tenía que haber un incordio, pensó en la penumbra, un problema inesperado que le impidiera relajarse y alcanzar la ansiada tranquilidad. El desagradable sonido sin duda había sido emitido muy cerca del oído, así que de forma casi automática su brazo se flexionó como un resorte y palmeó el aire con la intención de alcanzar al molesto insecto. Él mismo se dio cuenta de lo impotente del gesto, pues era harto improbable que su mano lo derribara en pleno vuelo. Un golpe certero a la primera casi nunca sucedía.

Durante un rato no oyó nada, así que albergó la esperanza de que el insecto se hubiera esfumado con la misma facilidad con la que llegó. Pero su optimismo se vino abajo con la nueva incursión del insecto. Esta vez el volumen del aleteo infernal parecía más elevado, como si estuviera dentro de su cabeza. El hombre notó como crecía su nerviosismo. Este nuevo zumbido significaba que habría un tercero, un cuarto, y así hasta que el mosquito se saciara o le hubiera chupado toda la sangre. Se consideraba un hombre de paz, pero no podía tolerar que un ser tan insignificante le impidiera descansar como merecía. Se levantó de la cama con determinación, encendió la luz y cogió una camiseta sucia.

Con su nueva y mortífera arma en forma de camiseta inspeccionó con detenimiento el dormitorio como si le fuera la vida en ello. En el espejo del armario observo momentáneamente lo salvaje de su figura, un hombre trasnochado de casi uno noventa en calzoncillos asiendo una camiseta. Estaba tan despierto y atento que hubiera sido capaz de contar los puntitos del gotelé de la blanca pared uno a uno. Abrió bien sus oídos para captar lo mejor posible el zumbido y calcular la trayectoria del insecto. No lograba verlo, el muy cabrón parecía invisible, pensó el improvisado cazador. Razonó que en algún momento se posaría sobre algún objeto de la habitación y ahí es cuando ¡zasca!, le propinaría el golpe mortal. Los segundos se hacían eternos, y el zumbido de fondo comenzaba a desquiciar al hombre. Mientras buscaba con ansia al que ya consideraba su peor enemigo, su némesis alada, descubrió antiguos vestigios de otras batallas: mosquitos aplastados y restos de sangre salpicaban las paredes por doquier, mostrando que su lucha tenía antecedentes.  

Llevaba un rato sin escucharlo cuando le pareció atisbar una manchita oscura que sobresalía de la pared. Su rostro reflejó satisfacción; por fin la criatura tomaba forma ante sus ojos. Se lo había imaginado más grande, más feroz, pero igualmente le pareció temible y digno de batir: el hombre frente al mosquito.

Nunca le habían considerado un hombre agresivo. Una exnovia suya llegó a decir una vez de él que si por un casual matase una mosca sería muy posible que la enterrara. Si bien hacía un tiempo hubiera aceptado esta condición con resignación, ahora le pareció que no era cierto, que él tenía un instinto asesino a la altura de Gengis kan y que no descansaría hasta que su enemigo mortal acabase empotrado en la pared con su correspondiente chorro de sangre. De hecho, antes de que alzara con premeditación la camiseta a un metro de distancia del díptero, recordó que su ex era la que mataba los insectos en casa. Este recuerdo le hizo sentir una humillación y luego ira que transformó en un latigazo perfecto de la camiseta sobre el lugar donde se encontraba el mosquito. Pareció ralentizarse ese segundo, y pudo apreciar cómo se escurría la camiseta poco a poco hasta desvelar lo que sin duda era un insecto aplastado. Se sintió orgulloso durante un momento por su arrojo y acierto. Sin embargo, el cadáver del díptero no había desprendido sangre como había imaginado el hombre.

Tras apagar la luz, se volvió a tender sobre el colchón y dedicó unos segundos a recrearse en el placer que suponía haber matado al mosquito. Se giró del costado izquierdo, cerró los ojos y todo se tornó oscuro.

Lo siguiente que vino a su mente fue que se encontraba en la calle contemplándose a sí mismo. Todo era confuso, de hecho, no podía ver con claridad al haber muchos puntos borrosos y no discernir los colores. Lo que si sentía de algún modo extraño eran los olores y el calor de los objetos. La luz que iluminaba lo que parecía su cuarto se apagó y se oyó un click como de algo abriéndose.  Detectó un calor fuerte en el interior del cuarto y sintió un gran impulso para meterse en él. Unos ligeros ronquidos se mezclaban con unas sensaciones nuevas que él supuso que eran aire que denotaba la presencia de un animal. Sin poder pensar, se acercó al origen de la salida de ese aire caliente que le provocaba cierto placer y sintió que en algún lugar había un río cuyo fluir le producía aún más placer. Sin saber porqué tenía la certeza de que este río de calor que palpitaba era su objetivo. Le costaba encontrar las palabras ante tanta confusión. Hizo un esfuerzo y las encontró entrelazadas entre las nuevas y recién despertadas percepciones: era un río de sangre que manaba más allá de la piel. Tenía que perforarla, tenía que acceder a ese néctar prodigioso. Cuando estaba a punto de hacerlo, sintió un movimiento bajo sus pies y saltó para luego comenzar a volar en la oscuridad. Pasó un tiempo danzando, haciendo piruetas imposibles tratando de despistar a ese temible animal que le acosaba. Llegó un momento en que no pudo más y sus patas descansaron sobre una superficie nueva, más fría que la anterior del animal. Pensó que estaba muy cansado, que necesitaba descansar. Cerró los ojos, apagó sus antenas y fue lo último que sintió.

Síntomas

Síntomas

Días antes de que implementasen las medidas de confinamiento, ya había experimentado ciertos síntomas. No sabía entonces si se trataba de los famosos síntomas del virus que tanto se repetían en los medios, pero desde luego eran síntomas de algo y estaba inquieto. Tuve algo de fiebre, cansancio muscular, y cuando parecía que venía la calma, se me tapó completamente la nariz. Estaba con la mosca detrás la oreja por si lo que estaba sufriendo era el dichoso virus. No me acaba de fiar, aunque la fiebre había desaparecido, y la tos seca no aparecía por ningún lado, mi angustia se empeñaba en imaginar la desgracia en cada pequeño carraspeo.

Todo dato racional indicaba que estaba a salvo del temido contagio, cuando me invadió otra inquietud debido a un inesperado síntoma. Aparentemente todo estaba en su sitio esa mañana de viernes previa al confinamiento. La nariz se había liberado de su taponamiento y el aire corría casi normal. Digo “casi” porque algo no funcionaba bien del todo y no sabía decir el qué. Me levanté y me dirigí a la cocina, y fue al tratar de oler la fragancia del café, cuando lo descubrí; no olía nada, o el café había dejado de oler o -lo que era más probable- mi nariz era la que no funcionaba. Me inquieté. Me di cuenta que no había valorado lo suficiente la increíble capacidad de oler. Oler era como respirar la vida más allá de nosotros, de los espacios, y poder obtener información de afuera sin necesidad de tocar o acercarse de más a la fuente del olor. También era una manera de saber que algo raro ocurría. Esa misma mañana, al hacerme las tostadas no noté el olor a quemado. Fue al ver el humo, que me percaté de lo que ocurría, pero la vista había llegado más lenta que su amiga la nariz. Una capa negra, como de carbón, recubría la tostada.

Y así me pasé un día tras otro. Tras consultar en internet, me enteré que a la pérdida de olfato se le llamaba anosmia. Y por si fuera poco el sufrir anosmia, ésta vino acompañada de una pérdida importante del gusto. Pensaba en esto mientras trataba de disfrutar en vano de una copa de vino que no sabía a nada o sabía a algo pero con los sabores alterados. Me asusté un poco al tercer día sin oler. Le comenté los síntomas a familiares y amigos y obtuve desconfianza cuanto menos. Mi hermano me dijo en broma que lo que me pasaba “olía fatal”. El día después descubrí que le estaba pasando a otra amiga, y gradualmente me enteré que más gente del entorno había experimentado síntomas parecidos. Nos estaba ocurriendo a muchos; seguía sin oler, pero al menos era un pequeño y necio consuelo. Desde el Ministerio de Sanidad no acababan de confirmarlo, y seguían sin considerarlo uno de los principales síntomas. En otros países, por lo que pude indagar, si lo consideraban un indicio de tener el virus. Un doctor alemán -casi siempre es un alemán, o americano el que toma la iniciativa en estas cosas- había reunido datos y había descubierto que el 30% de sus pacientes con coronavirus habían presentado anosmia. Incluso, contaba que una paciente suya que era madre, decía no poder oler el pañal sucio de su hijo. El ni siquiera poder oler la mierda, eso si que era un síntoma.

Lo que está sucediendo estos días de confinamiento, bien visto -porque oler no huelo, pero mi vista sigue intacta, os lo aseguro- me recuerda a un argumento de ciencia ficción. Una ciencia ficción torcida y apocalíptica, o usando un término cada vez más habitual, una distopía. Pero una distopía rayana en lo fantástico. Con ese tufillo de irrealidad -sí, vale que no huelo, pero dejarme recordar como olía la realidad- a través de nuestro encierro voluntario, todo esto parece un argumento sacado de una novela de Saramago.

Recordemos que el Nobel portugués era amigo de imaginar que un evento inesperado acababa teniendo efectos sociales demoledores. Por ejemplo, en su novela “Ensayo de la ceguera”, exploraba la siguiente cuestión: ¿y sí la enfermedad de la ceguera se vuelve contagiosa y todos acabamos ciegos? Dejadme cambiarla entonces por un ¿y sí un virus traído de oriente infecta a la población haciéndole perder su olfato? ¿Qué sería de la humanidad sin el olfato? ¿Sabríamos hacia dónde dirigirnos?. Ceguera, anosmia, eran dos síntomas de la misma mierda: la pérdida de rumbo.

El olfato es heredero de nuestro antepasado animal. Las ramificaciones nerviosas de este sentido alcanzan a nuestro cerebro más antiguo: el sistema límbico. En él tienen lugar las emociones más profundas: el miedo, la agresividad, el placer, incluso la personalidad del ser humano está íntimamente relacionada e influida por el olfato. Y la memoria, no nos olvidemos, también juega un papel decisivo con el sentido que perdí hace unos días.

Tras lo dicho, no sería justo terminar el relato aquí, porque los síntomas se extienden más allá de nuestras narices. También otros animales están viviendo síntomas estos días. Síntomas positivos en su caso. Cuando me asomo al balcón, no dejo de maravillarme de cómo vuelan los pájaros libres por el cielo. Cómo oigo desde mi ventana su canto, más limpio y fuerte que nunca. Quizás, yendo un poco más lejos, más profundo, incluso la Tierra experimenta síntomas al sentir que el ser humano deja sin espacios verdes muchas de las zonas de su piel. Sólo confío, que cuando pase esta crisis, nos replanteemos ciertas cuestiones en serio, y juntos tomemos medidas para recuperar el rumbo. Ojalá sea así, pero incluso en plena anosmia, me huelo que volveremos a las mismas.

Nota: Este relato fue publicado luego en el periódico eldiario.es https://www.eldiario.es/historias-del-coronavirus/cronica-personal-perdida-olfato_132_5950899.html

Noche cerrada

Noche cerrada

La noche cerrada acentúa, más si cabe, lo sombrío del lugar. El cuervo grazna, hasta que es interrumpido por el quejido de la puerta de entrada del cementerio. Asustado por la repentina intrusión, el ave alza el vuelo.

Una luz ilumina el camino de tierra, partiendo en dos la superficie del cementerio. Sobre el sendero recién iluminado, avanza una figura que se dirige con determinación hacia el lugar del suceso. Otro hombre, viejo conocido del cuervo, se queda atrás tras haberle abierto la puerta al recién llegado.

El policía se detiene junto a una lápida, frente a la que hay latas de cerveza vacías esparcidas sobre la tierra. Lee la inscripción en inglés: 

Jeremy Smith, dead in october 1849

Desde la rama de un ciprés, el cuervo sigue con la mirada neutra los movimientos del policía. No sabe el porqué, pero desde su intuición animal presiente que hay una conexión entre los que armaban jaleo hace un rato y el recién llegado. Se han acercado a la misma tumba, la de Jeremy Smith, la favorita del cuervo.

El policía inspecciona el lugar, adivinando unas pisadas en la tierra corrida. Todo lo alumbra con su teléfono móvil, hace tiempo que jubiló su linterna. Nunca fue amigo de los móviles, pero la pereza de tener que cargar las pilas le hizo rendirse a los encantos del celular. La lápida ha sido desplazada, y el hombre no puede evitar mirar adentro. Desde el árbol, el animal puede ver el brazo del hombre temblando, sus labios maldiciendo.

Unos metros más allá, junto al muro del cementerio, volcado sobre la tierra, uno de esos aparatos que tanto odiaba el policía. Tras varios intentos por desbloquearlo, se da por vencido. Habrá cientos de combinaciones, piensa. Cuando esta a punto de rendirse, la pantalla del móvil se enciende. Alguien está llamando. Sonríe como lo solía hacer de pequeño, cuando nada le producía tanto placer como resolver un acertijo. Era en esos instantes cuando entendía porque se había hecho policía. Tras acceder al móvil, contempla varias fotografías. En ellas, se ve a una pareja joven en diferentes posturas, donde, según el parecer del policía, se va incrementando la estupidez gradualmente. Mientras los dedos se deslizan por la pantalla, la luz del móvil ilumina su rostro, pudiéndose apreciar sus labios, que murmuran, ante la atenta mirada del cuervo: “joder, haciendo selfies en el cementerio”.

nota: Foto del cuervo por Dreamstime

Semillas

Semillas

Hace una tarde magnífica en el paseo de la playa de San Lorenzo. El aire, demasiado caliente para esta época del año en Gijón, parece como venido de otro lugar, e incluso de otro tiempo. Mientras contemplo el cúmulo de nubes, tú te fijas en algo que sucede delante nuestra, y yo te sigo la mirada. Me tocas el brazo señalando a unos niños situados a unos metros frente a un quiosco de helados. Ahora es preciso dar marcha atrás. Porque todas las coincidencias tienen un origen. Y el de ésta fue sin duda aquella época. Casi puedo acariciar aquel recuerdo que me viene a través de la espuma lejana de las olas.

Mientras el humo del hachís se expandía por el techo de mi coche nos contabas que la sala era blanca como la leche. “Así las manchas se verían menos.” Y que esto sucedía sobre un sillón como los de Ikea. Tenían varias revistas, pero preferías las pelis. Y lo que estábamos fumando en ese momento en el coche, se lo debíamos a tus pajas. Tus benditas donaciones de millones de diminutos seres que iban a parar a un frasquito, y luego en tu cuenta te ingresaban religiosamente los 80 euros mensuales. Sólo una donación mensual, ese era el trato. Sería un año y luego se acabaría el negocio. Hasta las pajas se regían por las leyes del mercado.

Minutos antes hemos llegado a este banco de la playa. He sacado mi cigarro, preparado con cariño en el hostal. Tú hace tiempo que no fumas. Es una lástima porque acompañado sabía mejor. Tampoco hay muchas más diferencias, quizás las palabras. Antes decías “mazo de porros”, mazo de esto, mazo de lo otro. Y cosas así. Ahora nuestras abuelas nos entienden a la perfección. Tras la primera calada, una pregunta se alza en forma de humo: ¿Lucas, cómo coño hemos llegado hasta aquí?

Hace unas semanas, antes de irnos a Gijón, Sandra te ha hablado de París, de que nunca ha ido, que es su sueño. Negarse no ha sido fácil, te lo habrá pedido con ese acento canario que lo taladra todo, como una Black and Decker directa al corazón. Y eso te ha asustado. Pero no ha sido nada comparado con lo que ha venido después. Si no podíais ir a París, al menos tendríais un niño. Un “Lucasito” te ha dicho. Una semana más tarde nos hemos fugado en mi coche hacia Gijón. A mí tampoco me va a salir gratis, he tenido que mentirle a Helena. Y cuando teníamos delante ese coche con una pareja y sus dos niños atrás, ha llegado el momento de hablar:

– ¿No me dijiste que estabas bien con ella?

– No sé, macho…, yo no tengo esa prisa. O me he dado cuenta que no estaba lo suficientemente enamorado.

– Bueno, tranquilo, por eso estamos yendo a Gijón. –y aceleré sobrepasando el coche familiar. Y así es como nos hemos dirigido a la costa asturiana, donde años atrás, como solteros, vivimos un verano quemando la ciudad.

Así hemos llegado hasta aquí. A este banco del paseo. Y tú estás fijándote en aquellos niños, y te levantas como propulsado, vete a saber porqué. Casi me das miedo en este momento. Te conozco, y rara vez pierdes el control. Pero te acercas mucho a ese niño, y te fijas en él detenidamente mientras toma su helado. Entonces el niño, rubio como tú, te mira y luego mira a sus amigos y sonríe. Se van, persiguiendo a las palomas mientras devoran sus helados. Y tú te quedas ahí, frente al quiosco de helados, como un niño indeciso.

Esta misma noche volverás a fumar. Hace años que no lo haces. Toserás. Pero a la tercera calada vencerás la angustia, y una carcajada profunda, de las que no te oía en años, saldrá rebotada entre las calles de Gijón. Hablaremos entonces, como en los viejos tiempos, de los “moros” que han plantado la marihuana de donde ha salido ese hachís. Y mientras hablamos de las mujeres de nuestra vida, miraremos el humo ascender sobre las estrellas.

Historias de California: Días extraños

Historias de California: Días extraños

La cola serpenteaba entre los pasillos como un animal ávido de mascarillas. En aquella ferretería, la única donde no se habían agotado, más de cien personas buscábamos lo mismo: respirar. Había en el ambiente esa especia de paranoia tan de aquí. Uno esperaba que en cualquier momento apareciera gente mordiendo a otra. Sí, la escena recordaba a un apocalipsis zombi. A través de la ansiedad reinante esperé estoicamente mi turno y me hice con mi ración de dos mascarillas.

Estando en la cola, traté de recordar como habíamos llegado a esta situación. Apenas unos días antes todavía no había llegado la gran nube. Ni siquiera había comenzado el fuego. Antes de estos días extraños, el sol reinaba poderoso en lo alto y nada hacía presagiar lo que ocurriría.

Días atrás caminaba por una de las avenidas más concurridas del Campus y me fijé en las asociaciones de estudiantes. Unos vendían dulces para financiarse un viaje, otros buscaban actores para un casting, y luego estaban las hermandades: Alpha-omega, Beta-gamma, etc. buscando algún despistado a quien captar. Pensaba en lo idílico de la escena, cuando una chica joven se plantó delante de mí sin darme tiempo a reaccionar. Me pareció guapa. Su puesto pretendía concienciar sobre el medio ambiente, la huella de carbono y cosas así. Le seguí la bola, y a petición suya hice girar una rueda de la fortuna que habían confeccionado. Luego me entregó un ticket válido por un café. Según me contó se llamaba Erika y era de origen sueco. Al decirle que era español se le iluminaron los ojos, y en seguida se puso a hablar español conmigo. Me sorprendió que lo hablara tan bien. Por lo visto había hecho un Erasmus en Barcelona, y se había quedado con ganas de conocer Madrid, mi ciudad.

-Si quieres te invito a un café mañana y me cuentas más –le dije.

-Ah, vale. Me parece estupendo. Así practico un poco el español.

-Claro, y yo el inglés que me hace más falta que a ti el español creo –y al decirle esto sonrió, y me fijé en su dentadura, maravillándome ante su perfección.

El chico que nos servía el café dibujó un corazón perfecto sobre la leche. Más le valía, porque el capuccino de la cafetería de ciencias ambientales costaba cuatro dólares. Aunque bien los valía hoy, y además uno me saldría gratis. Fuimos a la terraza y me pareció raro que no hubiera nadie. Tras quemarme los labios por impaciente, miré el cielo y me dio la sensación que estaba cargado. Una especia de niebla lo cubría todo; «quizás estén quemando algo» -pensé. Más tarde me enteraría que los incendios que sucedían a decenas de kilómetros lo provocaban. “No se ha visto algo así nunca” -dijeron. Aunque siempre dicen esas cosas cuando llegan las tragedias. Que nunca se ha visto. Hasta que se ve, claro.  

Entre sorbo y sorbo salió el tema de los dioses vikingos. Le sorprendió que yo supiera un poco de mitología nórdica. De pequeño, en la buhardilla de mi casa, donde albergábamos la biblioteca familiar, tenía un libro ilustrado, y en las tardes oscuras de invierno, preferiblemente en las de tormenta, subía y cogía aquel libro. Me maravillaban las ilustraciones de Odín, Thor, y otros moradores de aquellos mundos míticos que se sucedían en los fiordos. Levantamos la vista más allá del Campus, y apenas era perceptible la silueta de las colinas de Berkeley. Las majestuosas casas que reinaban desde lo alto se habían esfumado, incluso los edificios de las facultades del Campus se escondían tras la niebla. Todo el mundo visible se reducía a nosotros dos, unas pocas ardillas y un cuervo solitario. Nos miramos inquietos, como si aquel escenario no fuera real, como si nosotros también habitáramos un espacio mítico, fuera del tiempo, y nuestros fiordos fueran aquellas colinas a las que una niebla de ceniza o lo que fuera aquello las vestía de gris.

Dos días después volvía a caminar por aquel pasillo del Campus donde el bullicio de los puestos de estudiantes era sólo un eco lejano. Todo era ceniza y niebla. No había nadie. La universidad había cancelado las clases indefinidamente. Según la escala empleada, el nivel de polución era varias veces superior al de Pekín. Aquella mañana caminaba por la ciudad más contaminada de la tierra. La tos no tardó en aparecer. Llevaba días viendo a la gente con mascarillas. Al principio me había parecido una exageración, pero ahora me proponía imitarles.

Cuando salí de la ferretería me crucé con Erika –no hace falta que esperes, te dejo una -le dije. Y con nuestras mascarillas puestas nos fuimos andando hacia el campus. Apenas se veía gente. Un cuervo pasó a nuestro lado, tenía una sola pata, pero se las apañaba para volar. Apenas veíamos hacia dónde íbamos, y yo todavía menos, pues se me empañaban las gafas al respirar. El mundo parecía llegar a su fin. No era fácil pensar con claridad con aquella ceniza revoloteando sobre nuestras cabezas, y con la niebla envolviendo todo. Nos miramos como si quisiéramos atestiguar que aquello era real. Seguimos caminando hacia donde una vez estuvo el Campus. No podíamos verlo. Las colinas de Berkeley también eran un recuerdo lejano. Nos cogimos de la mano. Un rato después, cansados de llevarlas, nos quitamos las mascarillas, y sin pensarlo dos veces, nos ahogamos en un beso.

Historias de California: La furgoneta (parte II)

Historias de California: La furgoneta (parte II)

   Aunque algo vieja, le pareció mejor de lo que había imaginado. Rápidamente se subió al asiento del piloto y estuvo palpando hasta dar con la llave en el hueco entre los asientos donde le habían dicho que estaría. Introdujo la llave en el contacto y la giró. El motor emitió un sonido ahogado y seco, como una tos de un animal cansado y viejo. -¡Mierda, después de todo el puto viaje! –se quejó a los cielos Luisa- me he quedado a las puertas. -Y fue entonces cuando sintió que una fuerza desconocida le daba un manotazo al tablero y todas las piezas se desmoronaban en el vacío.

   Tras maldecir Luisa, la mujer se acercó con unas pinzas para lbatería. Pusieron los cables rojo y negro en sus respectivas posiciones y de nuevo probó suerte. Tras amagar con la misma tos, prendió, y entonces, como en las películas cuando el protagonista logra una hazaña, le surgió a Luisa un grito de alegría, casi ridículo. La mujer sonrió y le dijo que haría bien en echar gasolina, pues no quedaba mucha. Antes de despedirse, le enseñó cómo funcionaban los cambios automáticos.

   Minutos después Luisa conducía alegremente hacía la gasolinera. Presentía que este iba a ser el inicio de una gran aventura. Se abrían nuevos horizontes a lomos de aquella fantástica Ford. Decidió que la llamaría the deer –el ciervo-. En la gasolinera, tras aparcar la furgoneta al lado del surtidor, se dio cuenta que la había colocado al revés, pues no llegaba la manguera. Volvió a montar para subsanar el error, pero entonces la furgoneta no arrancó. A la segunda tampoco. Ni a la tercera. La cara de Luisa se contrajo en una mueca que mezclaba el pánico con la angustia. “Estoy jodida» -pensó. Entró en la tienda de la gasolinera para pedir ayuda. El vendedor estaba detrás del mostrador parapetado tras decenas de productos. Fue verla venir y puso cara de “me vas a joder la noche”. Pero luego se enrolló y le ayudó a empujar la furgo hasta la parte de atrás de la gasolinera, tras lo cual se volvió a meter a la tienda.

   Hasta el séptimo coche que preguntó no obtuvo un “sí”. Eran dos chicas jóvenes. Sin embargo los cables no lograron arrancar la furgo. Le explicaron donde encontraría una tienda de repuestos de coches, aunque al ser domingo por la noche, tendría que esperar al día siguiente. Llegó a pensar en alquilar una habitación para dormir, pero había un problema logístico, la furgoneta se había quedado con la ventana del piloto bajada, y como no tenía corriente no se podía subir. Una vez aceptado que no podía hacer nada, se compró una botella de vino de California con tapón de rosca. Unos tragos de vino unidos a que no tenía mucho que hacer ayudaron a que le entrara el sueño. Preparó las cosas y se fue al colchón de la parte de atrás. Estuvo buscando alguna manta, pero apenas encontró una toalla vieja. Hacía fresco al estar tan cerca de la costa. En una bolsa encontró un jersey que olía a cuadra, pero que le pareció de cachemira. Se tumbó y dejó que sus pensamientos la condujeran, entre escalofríos e inquietudes, hacia el sueño.

   Al despertar la recibió el frío. Una sombra se movía tras los cristales. Se incorporó un poco y echó un vistazo alrededor. A pocos metros alguien pasaba con un carrito mientras miraba a Luisa, y al ver que ésta se movía saludó. Luisa devolvió el saludo y volvió a hacerse un ovillo como si nada hubiera ocurrido. A los pocos segundos volvió a sentir una presencia, se reincorporó y vio como una cabeza asomaba por dentro del vehículo. Era el homeless de antes, o al menos lo parecía por su aspecto desaliñado y el hecho de merodear por ahí a esas horas. – ¿Quieres fumar? –le dijo la cabeza a Luisa mientras sujetaba un canuto entre sus dedos. –No, gracias –y esbozó la mejor de sus sonrisas, como si todos los días le ofrecieran marihuana así. El gesto debió convencer al fumador, pues sacó su cabeza del coche y se alejó del coche hacia la oscuridad de la noche. A Luisa le latía con fuerza el corazón, pero luego se tranquilizó gracias al vino y volvió a dormirse.

   Una boca pastosa fue lo primero que sintió al despertar. Tras espabilarse, se fue en busca de la tienda que le habían comentado. Allí convenció al dependiente mexicano para que fuera a instalarle la batería. En un abrir y cerrar de ojos se la colocó y así pudo reanudar la marcha.

   Por la Highway 1 las vistas resultaron muy variadas. En un momento dado contemplaba la belleza de la costa del pacífico con sus acantilados rocosos, sus árboles dibujando extrañas formas, la promesa de ver alguna ballena a lo lejos, y un rato después se adentraba en un bosque de secuoyas donde apenas penetraba la luz y el tiempo parecía haberse detenido. Y fue así, como regresó conduciendo a Oakland, y tras aparcar la furgoneta se olvidó de ella unos días.

   La semana de trabajo fue exigente, pues todo era nuevo para ella. Frente al ordenador pensaba en su furgoneta, y en donde iría cuando llegara el fin de semana. Se acordó entonces que la furgo no tenía seguro, pues dependía de Alex para formalizarlo y no conseguía contactar con él. Ahora que se acordaba, su colega le había comentado que se iba al Amazonas a trabajar con una ONG.

   Llegó el fin de semana y decidió coger la furgo para ir a una reserva cercana donde le había comentado un colega del trabajo que podría divisar diferentes pájaros, que por algún motivo le fascinaban más que nunca. De camino al rebuscar en la furgoneta,descubrió una bolsita con un par de cogollos de marihuana. Le inquietó la idea de que estuviera allí, pero luego, al parar a por gasolina, vio papel de fumar y lo compró. Al rato, mientras oteaba el pacífico en busca de ballenas y observaba las bandadas de patos sobre el mar, se hizo un porro como pudo–años atrás siempre había otro que los hacía-. Tras darle dos caladas, recordó esa sensación en los pulmones casi olvidada, desde primer año de carrera quizás. Con una sonrisa en la boca lo apagó y emprendió su camino devuelta.

   Mientras conducía le excitaba la idea de no tener los papeles en regla. Por primera vez en su vida tenía la sensación de ser completamente independiente. Sensación que renovaba cada vez que llegaba el fin de semana y cogía la furgo. Estaba viviendo su propio sueño americano, mucho mejor que el original. Había empezado incluso a fantasear con empezar una nueva vida aquí. Una vida diferente. Incluso, porqué no, una vida sin Carlos.

   Fue unos días por trabajo a San Diego. A la vuelta, al acercarse a su casa, vio que la furgoneta no estaba donde la dejó. Se asustó, pero decidió preguntar a la dueña de la casa antes que nada. Tras llevar a cabo ésta su pequeña investigación, descubrió que el coche de seguridad de la zona donde vivía, al ver que el vehículo no se movía durante varios días, y unido al hecho que la matrícula estaba caducada, decidió llamar a la grúa. Es cierto que la dueña de la casa le había comentado que moviera la furgoneta de vez en cuando, pero no con qué frecuencia debía hacerlo, y en las semanas que llevaba aparcando no había recibido ningún aviso.

   Habló con Bob, el jefe de los Terry Brothers, la empresa que le había retirado el vehículo. Por lo visto no podía recuperar la furgo, pues no era la dueña ni tenía los papeles. Le quiso explicar la situación, pero el hombre parecía no querer hacer una excepción. Además, Alex, el dueño de la furgoneta, seguía sin responder. La tarifa para recuperarla ascendía ya a 500$. Y lo peor era que cada día subía 100$. “Menuda panda de piratas” –pensó Luisa. No sabía qué hacer. Le daba vergüenza hablarlo con Carlos, o con su padre, pues le echarían la bronca por conducir sin papeles ni seguro. Trató de hablar con la dueña de la casa, por sí podía ayudarla, pero los Terry Brothers exigían que fuera el dueño del vehículo o alguien autorizado el que la rescatara.

   Cinco días después logró hablar con Alex. Se indignó mucho con la situación. Pero tampoco la culpó, ni la recriminó nada. Le comentó que no podría autorizarla a través de un notario, pues él estaba muy limitado desde donde estaba. Qué le fuera informando de cuánto pudiese y que ya hablaría él con los Terry Brothers. Según supo luego Luisa, Bob le amenazó a Alex con qué si en una semana no pagaban el precio del rescate, la desguazarían y la venderían por piezas.

   Luisa y Alex trataron de hablar con los del seguro para ver si podían de alguna manera legalizar la situación de la furgo. Pero el proceso era lento. Exigían una seria de firmas,de documentos originales, y este proceso conllevaría no pocos días.

   Tenía un ciervo, y se lo enseñaba a todo el mundo orgullosa. Era su mascota, pero también galopaba sobre él. En un momento dado lo descubrían Carlos y su padre, y no parecían contentos. Se iban a hablar con un personaje misterioso. Resultó que era Bob, y llevaba un hacha en la mano. Luisa comenzaba a gritar. Pero Bob no hacía caso, y levantó el hacha sobre el animal. Luisa se despertó.

  En la cama, tras el horrible sueño, lo decidió. Llamó al trabajo y dijo que estaba mala y que hoy no iría. Nunca había hecho algo así, y le recordó a aquellos días en que afectada por algo importante se hacía la enferma para no ir al instituto. Se fue a la gasolinera y compró gasolina. Metió la garrafa dentro de una mochila de deporte y se fue a la dirección que marcaba la aplicación. Cuando se aproximaba a su objetivo vio que se abría una puerta. Y entonces la vio, rodeada de coches desguazados, en un parking al aire libre, allí estaba su querida the deer. Era de las primeras en una hilera que enfilaba hacia una máquina gigante que parecía ser la que desguazaba. Ese era el momento de aplicar la estrategia. Lo había visto cientos de veces sobre el tablero de su padre, y quizás también en las películas. La estrategia del despiste. Vertió la gasolina sobre unos trapos, los prendió, y los lanzó al lado contrario del garaje. Al minuto la columna de humo era visible, había tenido suerte y un neumático había comenzado a arder. Se oyeron unos gritos con acento mexicano, y dos trabajadores aparecieron con unos bidones de agua. Este era el momento de atacar sobre el rey, de abalanzarse sin piedad sobre el enroque. Se aproximó con sigilo a la furgoneta, introdujo la llave y entró. En ese momento la máquina trituradora de coches empezó a funcionar, así que aprovechó para arrancar, y acto seguido maniobró lo más rápido que pudo para sacar el vehículo de la fila que conducía al “matadero”. En unos segundos lo había logrado, franqueaba las puertas y estaba de nuevo en la calle, gritando para descargar la adrenalina acumulada. Y al galope de aquel animal se alejó.

   A los meses, días antes de regresar a España, volvió al lugar donde había visto a su querida the deer por primera vez. Y allí la aparcó, como si nada hubiera ocurrido, como si hubiera sido un sueño.

La furgoneta – parte I

   Luisa llevaba planeando su viaje de empresa meses. Todavía no había puesto los pies en California, pero ya sabía dónde compraría los alimentos sin gluten que necesitaba. Ella era así. Desde la carrera había seguido los pasos de su padre para convertirse en una ingeniera con la cabeza bien formada. Nada quedaba fuera de su control. Y esta vez no iba a ser menos.

   Todo estaba perfectamente organizado. Trabajaría en el centro de Oakland, una ciudad al este de la bahía de San Francisco, y viviría en una habitación en la misma ciudad, pues con los elevados precios no se podía permitir vivir sola. “Coloca primero las piezas en casillas importantes” le había dicho su padre, gran aficionado al ajedrez; juego que en su familia se pensaba que era de hombres. Incluso sin haber jugado mucho, tan sólo con los principios de este juego dando vueltas por el salón de su casa familiar como mantras, se imaginaba como California no era más que otro tablero donde sacar las piezas de su familia, y tras colocarlas en lugares estratégicos, tener el control de la partida, para obtener una ventaja más hacía su éxito profesional.

   Y como todo no iba a ser trabajo, Luisa pensó que debía tener ocio durante su estancia. Además, su novio no podría desplazarse durante ese tiempo, ya que se encontraba en un periodo delicado a nivel laboral. Aunque ahora que lo pensaba, “¿cuándo no se había encontrado Carlos en un momento delicado?” Se suponía que la boda, un movimiento más en la partida perfecta de su vida, tendría lugar poco tiempo después de su regreso a España tras los meses en California. Pero aquí estaba ella ahora: sola y sin su prometido, y sin la sombra de su padre alrededor.

   Unos días antes de partir, Luisa se encontraba en la casa del Libro de Madrid, cuando se encontró con un antiguo ligue del instituto.

– Pero bueno, ¿qué haces aquí Luisa? ¿Qué es de tu vida? –le dijo con su característico entusiasmo Alex tras darle dos besos.

– Ya ves, aquí preparando un viaje.

– ¿Tú preparando un viaje? ¿Desde cuándo? Pero si tú eras de las que cogía la mochila y tirar a donde fuera de cualquier manera. –Y los dos rieron, pero Luisa volvió con brusquedad a un rictus serio.

– Estás de coña, ¿no? ¿De verdad qué yo era así?

– Pero mujer, acuérdate de cuando fuimos a aquella acampada a la sierra… -y Alex, viendo que algo parecía incomodarle a Luisa, cambió de tema rápidamente –Bueno, veo que te vas a los “Estates”. Pues justo estuve el año pasado por allí… -y así siguieron hablando un rato, durante el cual Alex le comentó que había dejado medio abandonada una furgoneta en medio del campo al norte de California

   Delante se extendía una carretera infinitamente recta, y al fondo enormes montañas cubrían el horizonte en un paisaje típico americano. Conducía feliz hasta que en el espejo retrovisor le pareció ver a alguien. Era su padre, que iba de copiloto y Carlos, detrás, que le indicaban como debía conducir y le preguntaban si sabía a donde iba. Ella giraba su cabeza para prestarles atención, y en un momento de despiste un ciervo cruzó la carretera y no pudo evitar atropellarlo. Luisa despertó entre sudores. Hacía tiempo que no tenía un sueño tan intenso.

   En el avión de camino a San Francisco fantaseó con la furgo, y en cuanto aterrizó llamó a Alex para preguntarle los detalles necesarios. Por lo visto la furgoneta estaba abandonada a varias millas de un pueblo al norte, cerca de Mendocino, en la costa del pacífico. Llevaba cerca de un año allí. Las llaves las tenían los granjeros para los que trabajó Alex. Estaba algo lejos, pero si era capaz de llegar allí y funcionaba, la podría usar a su antojo.

   Tras dos semanas habituándose a su nueva vida en la bahía de San Francisco, decidió que había llegado el momento de ir en su busca. Había estudiado al milímetro la ubicación, y lo que tenía que hacer si la encontraba. Los granjeros, dueños del terreno donde estaba aparcada, le habían asegurado que estaría abierta y las llaves en su interior. Ellos no estarían, pero habían sido precavidos y le habían cargado la batería, pues no arrancó cuando la probaron.

   Desde San Francisco cogió un autobús que fue por la Highway 101 hasta Santa Rosa, donde se subió a un segundo bus que la dejaría a apenas 5 millas de su objetivo. “¿Seré capaz de encontrarla? ¿Funcionará?” Eran algunas de las dudas que pasaban por la mente de la ingeniera. Trataba de encontrarles una solución, de poder resolverlas como si fueran una operación matemática, de situarlas en el tablero de su padre, pero el futuro permanecía incierto. ¿Qué haría su padre en una situación así? Daba igual, porque estaba sola en su aventura, nadie sabía de sus intenciones. “¿Y si me ocurre algo? ¿quién podrá ayudarme?” Normalmente le hubieran preocupado estas cuestiones, pero echando un vistazo al bosque que veía por la ventanilla, y observando al resto de pasajeros, sintió que estaba saboreando las mieles de la aventura. Sentía un no sé qué en el estómago que le gustaba. Era algo suyo, enterrado, que latía en lo profundo de su alma, como magma en el fondo de un volcán.

   Con el traqueteo del bus se quedó dormida, y cuando despertó vio el mar. Eso significaba que no estaban lejos. Un rato después, tras preguntarle al conductor, se apeó en su destino. Ahora tocaba caminar. «Es cuestión de seguir la aplicación del móvil y en una hora llegaré a la furgo» -pensó.  Andaba por el arcén, y a ratos cambiaba de lado para ganar visibilidad de los coches, lo que hacía que tuviera que cruzar constantemente la carretera. A su izquierda, el sol se acercaba peligrosamente al horizonte. “Si me falta luz, quizás no logre encontrar la furgoneta” –pensó Luisa. Sin duda, se había hecho más tarde de lo que había estimado. Al poco se desvió a la derecha por una calle que se adentraba hacia el interior.

   Apenas había luz cuando alcanzó la altura a la que calculaba que debía estar el camino marcado. Mientras husmeaba entre los buzones para ver si coincidían con la dirección prevista, un coche se paró a su lado. La conductora le preguntó que quería. –Súbete, que yo te ayudaré a buscar el sitio.  -Tenía un rostro extraño aquella mujer que no invitaba a subirse. Aun así, Luisa calibró rápido la situación y se subió, no queriendo contrariarla. –Has tenido suerte, este no es un sitio en el que quieras perderte. Y menos con poca luz –y tras decir esto, la mujer esbozó una breve sonrisa, que le pareció tenebrosa a Luisa.

   El camino que tomaron se adentraba en un bosque denso, por lo que pronto la sensación fue que la noche les había alcanzado. Luisa no se encontraba a gusto con aquella mujer por algún motivo, y entonces al ver otra hilera de buzones tras un segundo desvío, se excusó en tener que bajar para inspeccionarlos y ver si alguno correspondía con la dirección buscada. La conductora la observaba desde su auto. Luisa se afanó por descubrir en alguno de aquellos buzones la dirección, pero no hubo suerte. En ese momento unas luces salieron del bosque. Se trataba de otro coche, que conducía una mujer con dos perros enormes en su interior. La nueva conductora tenía un rostro con arrugas bien marcadas y parecía enfadada, o al menos emanaba carácter. Bajó la ventanilla, y tras preguntar qué pasaba allí, y al decirle Luisa el nombre de la granjera, cambió el gesto de desconfianza y dijo que la conocía, que era su amiga. Y dicho esto, le hizo el gesto de que subiera al coche.

   Mientras acariciaba a uno de los perros para calmarse, se adentraban en aquel bosque a través de la más completa oscuridad entre caminos que a ella le parecían invisibles, pero que la conductora parecía dominar. Los perros, que en un principio se le antojaron fieras enormes, eran de tamaño mediano y bastante dóciles. Al poco llegaron a un claro donde de nuevo vio algo de luz. Y entonces la conductora le señaló con la mano. Delante suyo estaba la furgoneta. Cuando la iluminaron los faros vio que era una Ford roja. Al lado de ésta, un ciervo, en el que no se había fijado, las miró asustado, y tras girar veloz su cuerpo, brincó y desapareció en el bosque.

  Aunque algo vieja, le pareció mejor de lo que había imaginado. Rápidamente se subió al asiento del copiloto y estuvo palpando hasta dar con la llave en el hueco entre los asientos donde le habían dicho que estaría. Introdujo la llave en el contacto y giró, y el motor emitió un sonido ahogado y seco, como una tos de un animal cansado y viejo. – ¡Mierda, después de todo el puto viaje! –se quejó a los cielos Luisa- me he quedado a las puertas. -Y fue entonces cuando sintió que una fuerza desconocida le daba un manotazo al tablero y todas las piezas se desmoronaban en el vacío. 

Historias de California II: Desde el autobús

Historias de California II: Desde el autobús

Al arrancar me fijé que a esas horas el 51 iba casi vacío. Apenas eramos tres pasajeros más el conductor. Me fui a la parte de atrás. Desde el fondo del bus tengo un punto de vista global de lo que sucede. Paso al día más de una hora en este medio de transporte, así que he desarrollado esta costumbre. Aunque nunca me siento en los asientos finales, sino en la penúltima hilera, porqué los del fondo tiemblan como si tuvieran miedo de estar cerca del motor. Desde mi posición, con la paciencia de un pescador, estoy dispuesto a capturar una conversación, una mirada, tratar de imaginar un mundo tras los cristales de las gafas del pasajero de al lado, o quizás hasta adivinar el estado de ánimo escondido tras la voz del conductor.

En la siguiente parada, el conductor, tras mantener una breve conversación con alguien que pretendía subir, se aproximó a las puertas de atrás lamentándose.

– ¡Otra vez esta mujer! El otro día ya la subí…

No entendí todo lo que decía, pero al mirarme no pude evitar decirle:

– Ya, pero es su deber hacerlo.

– ¡Exacto!, tengo que hacerlo porque forma parte de mi trabajo –me contestó.

Después de unos segundos acompañados del sonido robótico de la plataforma, una mujer accedió al autobús con varios bultos. Todo indicaba que llevaba sus pertenencias a cuestas como muchos otros habitantes de aquella ciudad que carecen de un techo donde guarecerse. Aunque a diferencia de otros homeless, como los llaman aquí, esta mujer emanaba cierta tranquilidad, y en cuanto se acomodó en su asiento con su carrito al costado, comenzó a hablar con el pasajero de al lado, un señor que bien podría estar jubilado. Él hablaba de su hija, según alcancé a oír, y de las muchas ganas que tenía de pasar esos días de Acción de Gracias con la familia. Su interlocutora asentía moviendo la cabeza. Llevaba unas gafas chillonas de color rojo, de las que uno esperaría que llevara alguien en una discoteca. Aunque parecía su estilo, pues dentro del carrito, le acompañaba una bolsa grande forrada de diferentes superhéroes de todos los colores imaginables, que a su vez no desentonaba con el patrón de caras sonrientes que componían el dibujo de su chaqueta. Y coronando su cabeza, un sombrero de ala circular, similar al de las brujas, aunque no tan puntiagudo. Con aquel atuendo no podía saber si aquella mujer tenía cuarenta o setenta años. Me recordaba a alguien… ¡Ah sí, ya sé a quién! A un personaje que salía en “Dentro del Laberinto”, aquella extraña mujer que vivía en un basurero, y que en un momento dado invitaba a la protagonista a su casa, y luego ésta se desmoronaba en una cascada de basura, transformando la escena como si todo hubiera sido un sueño. Pero, esta mujer, a pesar de su aspecto fantástico, no había duda que era de carne y hueso.

Cuando llegué a mi parada, atravesé el autobús para bajarme por la puerta delantera como suelo hacer para despedirme del conductor. Y al darle las gracias me dijo:

– No me gustaría que pensara que soy una mala persona.

– No, tranquilo –le aseguré, esbozando una sonrisa de complicidad– estoy convencido que usted no es una mala persona.

Y al oír mis palabras su mirada se alivió, como liberada de una pesada carga. Bajé del autobús, y cuando arrancó, me dio tiempo a girar la cabeza y echar un vistazo al conductor, y por último a aquella extraña mujer cuya sola existencia me parecía asombrosa, aunque al mismo tiempo triste.

Unos días después, mientras esperaba en una parada a media noche, volví a ver a aquella mujer bajando de un autobús. Entonces se apoyó sobre un banco de piedra que hacía de parada y cerró los ojos, como tratando de quedarse dormida. Quizás lo lograse y soñara con despertar en una humilde casa, aunque fuera construida sobre un vertedero.

Apareció mi autobús y me subí, y no pude evitar volver a mirar a aquella mujer, y desear con todas mis fuerzas que su sueño se hiciera realidad.

Historias de California: 1. De paso

Historias de California: 1. De paso

   Paso a diario por Oakland, unas de las principales ciudades de la bahía de San Francisco. Me limito a hacer el transbordo entre bus y metro por las mañanas, y luego al contrario al regresar del trabajo por las tardes. Así de lunes a viernes. Lo curioso es que todavía no me he adentrado en esta ciudad. Al principio fue por miedo, ya que mi jefe me comentó que hace unos años fue la ciudad de Estados Unidos con más apuñalamientos por ciudadano. No soy de creer en los promedios, pero esta estadística me acojonó bastante.

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